Google+ Historia de La Villa

Nuestra historia comenzó hace más de setenta años. Una trayectoria sin pausa que dio sus primeros pasos bajo los soportales centenarios de la Plaza Mayor de Chinchón, a escasos metros del actual Restaurante La Villa.

…Dos jóvenes, Manolo y Toni, regentaban la pequeña taberna donde dispensaban a granel, vinos y licores de la zona, chatos de tinto y chispazos de sol y sombra a los mozos, antes y después de la jornada en el campo.

 

Lo relativo del tiempo permitía y obligaba en muchos casos compaginar oficios.

Toni y Manolo eran compañeros en la fábrica de anises “El verdadero de Chinchón”. Una de las numerosas marcas que existían en el pueblo y que  contribuyó al merecido reconocimiento.                

“En cualquier lugar del mundo si pides “un chinchón”, te dan anís”.

En aquellos años la vida tranquila y detenida, dibujaba una plaza amplia donde los carros y las mulas pisaban su centro. Las gradas de piedra entre columna y columna se llenaban al atardecer de hombres que formaban corros donde hablar de la cosecha, del precio de los ajos, de la aceituna. Las mujeres pasaban de largo para comprar el avío o camino de misa, y los niños jugaban sin prisas ni juguetes hasta que se encendían las luces de la calle o escuchaban las campanas de la torre voceando la hora de regresar a sus casas.

Todo pasaba despacio y unos años más tarde decidieron trasladar los pocos enseres de la taberna unas puertas más allá, acercándose con paso firme hacia el que sería uno de los bares más populares de Chinchón, “El Bar La Villa”.

Tiempo después la vida misma les hizo dividir la trayectoria y cada uno avanzó por su cuenta. Toni abrió taberna y carbonería junto a la “fuentearriba”, y Manolo estrenó vivienda familiar y bar en la misma esquina de los soportales.

Nunca dejaron de ser amigos ni vecinos.

En aquella época era frecuente ver atravesar la plaza a algún camarero con una barra de hielo en el hombro para prestarlo a otro tabernero si hacía falta.                                                       

Manolo y Matilde, su esposa, no dudaron en unir fuerzas por sacar adelante el negocio en unos tiempos plenos de escasez y de vivencias sencillas.

No estaban solos, sus hijos aprendieron el oficio día a día al volver del colegio y cuando lo dejaron. Los nombres de Manolo y Matilde se repitieron en ellos, pero como cada cual es cada cual, a la segunda generación les llamaron cariñosamente Manolin y Chiqui. Una réplica calcada de sus padres a la hora de tratar el mostrador y la cocina.

 

Esta fue una casa con tres puertas. Dos para entrar y salir de su bar y otra dando la vuelta a la esquina mirando de perfil “La casa de la cadena”, de frente “la fuente del moco” (con perdón) y el Convento de los Agustinos, que por entonces albergaba el juzgado y la cárcel, mucho antes de ser Parador Nacional.

Los días grises necesitaban tardes soleadas. En el bar “La Villa” continuaron con la venta tras el mostrador de valientes vinos en garrafas, rico moscatel, chispazos de anís y coñac, cafés, limoncillo, cortos o botellines de cerveza.

En la plazuela del Rosario instalaron algunas mesas de tijera y de madera los domingos de verano y en las fiestas, y hasta allí llegaba el camarero con la bandeja en la mano, sin temor a cruzar la calle porque no había tránsito, sólo reparando en sus plantas sobre la suela de los zapatos gastados.

Había llegado la hora de ofrecer a la clientela un listado de tapas y raciones, que sin lugar a dudas contribuyeron al buen nombre de “La Villa”. Berberechos, queso y jamón, calamares a la romana, gambas a la plancha, patatas bravas, y “la niña mimada”; gambas a la gabardina. Afamada especialidad que un buen día la tía Matilde supo dar forma y sabor inigualables. Décadas antes John Stith Pemberton había creado la fórmula inicial de la Coca-Cola. Es como saben, uno de los secretos mejor guardados. Otro secreto del paladar es este rico plato que aún conserva a pesar del tiempo, el idéntico deleite que hacen únicas algunas cosas.

(Hoy estas especialidades perduran y se funden con las nuevas y atractivas sugerencias del Menú del Restaurante La Villa.)

En diferentes etapas de esta historia y esta casa, hubo lugar en la parte de atrás y en el primer piso para la primera autoescuela del pueblo, una pequeña tienda de ultramarinos, una mesa de billar, la peña taurina de Julio Aparicio, y una sala estrecha con mesas y sillas en fila, donde se jugaba a las cartas y la lotería o tomaban un refresco y merendaban aquellas primeras parejas de novios que acudían juntos al bar, y que de paso pasaban la tarde viendo la televisión en blanco y negro que pendía en lo alto de la repisa.

Pasó más el tiempo y a la familia del tío Manolo llegaron las parejas de sus hijos para sumar fuerzas, repartir tareas y los descansos, Soledad y Pedro, y junto a ellos como un miembro más del grupo, Pablo, un genuino camarero, sordo de nacimiento que atendía tras el mostrador sin pronunciar palabra y sin problema, a cualquier cliente, fuera vecino del pueblo que lo supiera, o a visitantes y turistas.

Es justo recordar al resto de empleados que en estos setenta años trabajaron en la casa de “Manolo colorín”. Félix Herrero, Lines y Juana, y especialmente a Juan Huete, siempre con su chaqueta descolorida al hombro, que vio salir el sol cada mañana desde el bar para echar una mano a esas horas tempranas, atendiendo a quienes se iban al campo o a los talleres y cada tanto a Madrid en “el coche de los viajeros” que llegaba despacio y puntual rompiendo el silencio de la plaza para llevarnos.

Rosi, la única nieta de la familia también puso muchos granos de arena en esta empresa. Ella es la heredera indiscutible de la risa y la sonrisa de su abuela Matilde.     

En los años 70 Chinchón comenzaba a recibir numerosas visitas atraídas por la fama su Plaza Mayor, de los recientes y futuros mesones con cuevas, de su castillo, o del cuadro firmado por Francisco de Goya y que habita sobre el altar mayor de la imponente Parroquia de la Asunción. (Por poner algún ejemplo de los muchos que adornan este viajo condado, pueblo castellano, y más tarde nombrado villa por real decreto) 

En nuestros días El Restaurante La Villa conserva su privilegiada terraza al comienzo de los soportales, donde uno puede disfrutar a la par de una excelente gastronomía y una visión única. Y da lo mismo si se escoge las mañanas, las tardes o las noches para sentarse. La quietud y el color del cielo que nos envuelven pueden fácilmente saciar el hambre y la sed del alma por un instante. Que todo cuenta. 

La tercera generación de taberneros son ahora los responsables de mantener viva esta casa.

Con la experiencia heredada y con la suya propia, Pedro Manuel  y Silvia nos abren las puertas cada mañana. Juntos han sumado nuevas iniciativas adaptadas a los nuevos tiempos, sin perder la esencia. 

El renovado restaurante dispone de tres comedores en la parte superior, uno de ellos privado. Y dos coquetas mesas en el balcón para momentos especiales.

                                          

Les esperamos.

Texto de Lucía Alarcon